Monjas y sermones

Ahora que parece que vuelven las monjas y los sermones arrecian me viene a la cabeza un curioso episodio de cuando iba a la escuela. La cosa es que teníamos que escribir una redacción sobre nuestros padres y presentarla al día siguiente. Pasé esa tarde —como casi todas las de aquellos tiempos de nocilla, tebeos y agradable molicie— con Arturito Vanaclocha, hijo y nieto de veterinarios, y cuando ya se empezaba a hacer la hora mala nos pusimos al fin a escribir. Yo compuse una hermosa estampa de mi padre: Doña María Josefa Dolores Anastasia de Quiroga y Cacopardo, más tarde conocida como sor María Rafaela de los Dolores y Patrocinio, la monja de las llagas. Había leído hacía no mucho la brillante biografía que Benjamín Jarnés escribió en el 29, aunque también añadí algunos detalles personales, como su afición por las gafas de sol graduadas, las pistolas de agua y los sombreros Stetson. Fue un gran éxito y educadores y educandos —como dirían ahora los que saben de estas cosas— me felicitaron emocionados y me colmaron de besos. Arturito, sin embargo, aunque no le fue mal del todo, no obtuvo el reconocimiento que merecía por su brillante opereta en tres actos sobre su familia: padre perista, ancho de caderas y enfermo de parvovirosis; madre negro y hermanos difíciles de ver. Luego el tiempo puso todo en su sitio.

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