El sorteo

Asistí al sorteo después de la siesta. Todo el mundo era extranjero menos Ezequiel, Juan Antonio y La Negro Mamba, que son de aquí. Se pronunciaron discursos en lenguas de embeleco —las mismas que utiliza La Gente Terrible— y los Mayores Negro se desnudaron para enseñarnos el Camino. No mucho, que era tarde permafrost, pero lo suficiente para que los jovencitos fuéramos cogiéndole el tranquillo a lo Negro. Lástima que cuando estábamos en lo mejor —reparto de premios y besito del Gran Preboste en lo dulce rosicler— me llegó un aviso del notario Rendueles para que fuera a firmar los papeles de la herencia. Pobre tía Panchacoco: una apoplejía calamitosa mientras celebraba lo del desembarco de Normandía. Cogí un taxi. El taxista hablaba: —Yo también estuve muchos años en una secta, pero luego me dieron la dispensa por lo del hígado y cuando ya estuve bueno me dio pereza volver. «La semana que viene sin falta voy a lo del Gran Cabrón», pensaba. Pero luego me liaba con esto y con lo otro —la vida— y al final no he vuelto. Callé, sonreí, le dije a todo que sí. Fue un viaje agradable, así que le dejé una buena propinilla.